¿Quién está en control? Por Mercedes Cordero

Cuando era adolescente y pedía permiso para ir al cine, tenía que hacerlo con una semana de anticipación, y mi padre me contestaba “No sé. Déjame pensarlo”. Entonces, me pasaba la semana completa detrás de él preguntándole si ya lo había pensado y cuál era su contestación, a lo que él me decía que no, que todavía no lo había pensado. Llegado el día de la salida al cine, y todavía sin saber si podía ir o no, volvía donde mi padre a preguntarle si tenía su permiso para ir al cine, a lo que él, muy serio, respondía “¿Qué cine? Tú no me preguntaste nada de ir al cine”.

A muchas personas esto le parecería una tortura. En mi casa, ya se había convertido en una rutina un tanto graciosa que nunca tenía garantizada una contestación final. Como hija, me desesperaba, pero ahora como adulta me doy cuenta que esto me sirvió de mucho.

Me enseñó a ser paciente. Por más que yo insistiera, la repuesta de mi papá llegaría cuando él lo decidiera. A mí me tocaba respirar profundo y esperar. Me tocaba enfocarme en otras cosas más importantes como estudiar o hacer los deberes del hogar. Me tocaba aprender que las cosas no son cuando uno diga, como uno diga o porque uno lo diga.

Me enseñó que no siempre iba a obtener lo que quería. Aunque uno no lo quiera aceptar cuando es joven, la realidad es que los padres saben más que nosotros, y están llamados a velar por nuestro bienestar, por lo que más nos conviene. Y no siempre lo que nosotros queremos o anhelamos es lo que más nos conviene. En la vida, no siempre tenemos lo que esperamos, y eso lo aprendí desde temprano, y aprendí a aceptarlo.

Me enseñó a respetar. La decisión de mi padre era final y firme, no importa que insistiera y persistiera en tratar de convencerlo. No podía salir con malascrianzas, ni gritarle, ni exigirle. Lo que él decidiera, eso era y punto. Podía pensar que era injusto, que no me entendía, que si fuera yo, yo dejaría salir a mi hija, pero, a fin de cuentas, tenía que respetar su decisión y acatarla.

Me enseñó, finalmente, quién era la cabeza del hogar. Eso siempre estuvo muy claro en mi casa. Nada de opiniones encontradas ni divididas entre mis padres, por lo menos frente a sus hijas. Nada de que mi mamá nos dijera que sí y mi papá nos dijera que no y se formara un reperpero. Ellos lo hablaban, y mi padre, como la cabeza, daba el resultado final, nos gustara o no.

Al fin y al cabo, fueron muchísimas más las veces que salí con mis amistades que las veces que me dijeron que no. Pero, en aquella época, me enfocaba más en los pocos “No” que en los muchos “Sí”. Sin embargo, hoy puedo darle gracias a Dios por la forma en que me criaron desde pequeña; porque hoy soy quien soy por la formación que tuve en el Señor. Y mis hermanas y yo nos hemos mantenido firmes en el Señor por Su gracia y porque fuimos bien instruidas en Su camino, por lo que ahora de adultas no nos apartamos de él.

Como padres, quizás mi esposo y yo no utilicemos las mismas técnicas que mis padres, pero sí esperamos inculcarle a nuestro hijo los mismos valores y enseñanzas que la instrucción en la disciplina y el amor del Señor forjan en los hijos.